9 de enero de 2017

Leyla y Bukowski



Cuando tengo sexo y siento que se genera esa complicidad de los sentidos me quedo obsesionado con ella y en lo que quiero hacerle cuando la vuelva a ver y entonces si tengo suerte en tocar ese cuerpo de nuevo me regreso inmediatamente al lugar en dónde me quedé la última vez que lo hice, en dónde fue ese último beso tan sólo como para continuar de ahí hacia su infinito y pienso en dónde no la toqué y en cómo volverla a tocar para que nuestro nuevo encuentro no se quede en simple y monótono sexo.

Eso de leer en una Tablet no tiene tanto gusto como cuando abres un libro, miras la contraportada, hueles la sensualidad de la tinta y palpas la hoja con el dedo hasta encontrar la línea exacta en la que venías. Es como cuando vuelvo a tocar el cuerpo de la mujer que me trastorna, es como follarla por vez primera porque la obsesión no te deja más opción que pensarlo. Las mujeres y los libros son coincidencia exacta porque a ambos se hace necesario descifrarlos entrelineas.

Quizá pasaban las diez de una mañana fría en compañía de Bukowski y la silla de aquel parque. Algunos hombres son muy básicos e intuyen presencias y yo soy de esos, solo que yo intuyo armonías también (...) así que simplemente gire la cabeza y ahí estaba, la vi azotar la cordura con un short de mezclilla desteñido todavía azul y una camisilla que desnudaba su hombro, la vi castigar mi nariz con jazmín y otras flores propias de ese olor de J'adoré, la vi provocar mi sensatez caminando como si levitara su silueta perfecta, la vi atormentar mi pupila traviesa, la vi y se quedó en ese instante. Volví a mi lectura.

Llegó Leyla, una labrador chocolate y detrás la armonía que ya había intuido corriendo con desesperación por alcanzarla, luego de sobarme el tobillo por el golpe de un palo comprendí porqué Leyla aparecía y por unos gritos supe que aquella labrador color chocolate se llamaba Leyla. Por suerte, por destino o por su mala puntería esa mujer, ahora avergonzada y por suerte o por destino resulto ser la misma que me había hecho girar la cabeza un par de capítulos atrás, ahora frente a mí con su mechón castaño que sobraba de una coleta que le tapaba coquetamente el ojo izquierdo disculpándose por importunarme.

Quizá pasaban las once de una mañana ya no tan fría, ahora compartía la silla de aquel parque con Bukowski y esa mujer que reía al compás de mis majaderías al mismo tiempo que cruzaba una pierna sobre la otra, movía las manos y se ensortijaba mis deseos en su pelo. Era inevitable no entretenerse con sus pecas y esos hoyuelos en las mejillas, pero entonces fue que sucedió y justo antes de comenzar a reír abrió sus inmensos ojos café, puso la lengua entre dientes y arrugó su pequeña nariz y yo solo me enamore de la ridiculez de su simple gesto y bueno, también de ese lunar que se me clavaba cual alfiler, así fue que me olvide de las pecas y las mejillas y de la mezclilla y del jazmín. Ella hacia de su belleza algo tan simple que cautivaba.

Era jueves en Les Châteaux de Pascal y nuestra cita se dio, llegó sin Leyla y sin palo esta vez. Ordené una botella de intenso Duluc Saint Julien. Absorbente y emocionante transcurrió la charla y yo intentaba decir cuanta majadería se me ocurriere para hacerla reír, pensé que así ella se divertiría mientras yo disfrutaba de su sonrisa. Me pareció un trato justo.

Nuestra relación duró lo que demoró el sistema capitalista en moldear nuestros empleos y ella tuvo que emigrar a Singapur. Años después y aún hoy, no olvido su mueca hermosamente ridícula porque quedó grabada mas allá de sus inmensos ojos café, de su cintura, de su hombro y del inconfundible olor a J'adoré. Y es que gracias a ella aprendí a ver más allá y me sentí cansado de las mujeres posudas y postizas, me cansé de ver tetas y culos y me enamoré de un gesto, porque tetas y culo tienen todas pero una mueca o un gesto por más ridículo que en principio pueda parecer hace única a una mujer.




El libro, Leyla, El vino y su gestito coqueto. Perfecta amalgama.




Sexvolución.

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